Resumen
El
presente trabajo profundiza en el análisis y delimitación teórica de la
investigación doctoral titulada: "¿La escuela abraza la verdad?:
Tensiones, oportunidades y desafíos enfrentados por docentes en zonas rurales
de alta conflictividad en Colombia durante la implementación de estrategias
pedagógicas centradas en la verdad". Este documento ofrece una exploración
detallada de los retos teóricos fundamentados en la discusión en torno a la
categoría de "verdad", particularmente en escuelas rurales que han sufrido
las consecuencias devastadoras de la violencia armada en Colombia. A lo largo
del texto, se integran diversas perspectivas y se examina críticamente la
noción de memoria y verdad.
Palabras clave
Verdad, bien público, memoria,
escuela, paz, ruralidad.
Abstract
This
paper delves into the theoretical analysis and delimitation of the doctoral
research titled: "Does the school embrace the truth?:
Tensions, opportunities, and challenges faced by teachers in high-conflict
rural areas of Colombia during the implementation of pedagogical strategies
centered on truth". The document provides an in-depth exploration of
theoretical challenges based on the debate around the category of
"truth", especially in rural schools that have endured the
devastating consequences of armed violence in Colombia. Throughout the text,
diverse perspectives are incorporated, and the notion of memory and truth is
critically examined.
Keywords
Truth,
public good, memory, school, peace, rurality.
La
verdad en el aula: tensiones, oportunidades y desafíos de docentes en zonas
rurales de alta conflictividad en Colombia
La
verdad en el aula se ha convertido en un tema de primer orden en los procesos
educativos de sociedades que atraviesan períodos de violencia y conflicto. En
Colombia, país que ha soportado un conflicto armado interno de larga duración y
enormes desigualdades territoriales, la implementación de la paz no puede
separarse de la formación de nuevas generaciones. En este contexto, la
comprensión de la verdad como un bien público y su relación intrínseca con la
memoria colectiva emergen como ejes de análisis. Este ensayo examina cómo los
docentes de zonas rurales de alta conflictividad se enfrentan a la tarea de
enseñar verdades controversiales, dar voz a memorias plurales y construir
pedagogías de reconciliación. A partir de un análisis teórico sustentado en las
reflexiones de Jürgen Habermas, Hannah Arendt, Paul Ricoeur y Elizabeth Jelin, se ofrecen propuestas para articular de manera
crítica la educación, la verdad y la memoria en los territorios colombianos más
afectados por el conflicto.
La idea de la verdad como
bien público, formulada dentro de la teoría de la acción comunicativa de Jürgen
Habermas, sostiene que la legitimidad de nuestras normas sociales no deriva de
una autoridad sagrada sino del consenso alcanzado mediante procesos de
comunicación libres y racionales (Habermas, 1987). Para el filósofo alemán, la
sociedad moderna se cohesiona gracias a prácticas comunicativas que permiten
que los individuos busquen un entendimiento mutuamente aceptado. La verdad, así
entendida, no es un absoluto revelado, sino el resultado de discusiones
argumentativas en las que las diversas voces se reconocen como interlocutoras
válidas. La relevancia de este enfoque para la educación rural en contextos de
violencia radica en la necesidad de que las aulas se transformen en espacios de
diálogo horizontal donde se construyan consensos sobre el pasado, el presente y
el futuro. Si los estudiantes se convierten en sujetos participantes y
deliberantes, la verdad se convierte en un puente para la reconciliación y no
en una herramienta de imposición.
Hannah Arendt complementa
este horizonte al subrayar la distinción entre hechos y opiniones y la
importancia de proteger las verdades fácticas en la esfera pública (Arendt,
1993). En su reflexión sobre la relación entre la verdad y la política, Arendt
señala que, aunque cada ciudadano es libre de tener opiniones, estas carecen de
sentido si se desvinculan de una base factual verificable. Los hechos,
sostiene, constituyen la sustancia sobre la cual se forman y se contrastan las
opiniones; su distorsión abre paso a la demagogia y el autoritarismo. Para los
educadores de zonas de conflicto, esta perspectiva implica la necesidad de
partir de hechos documentados y testimonios contrastables para construir
discursos pedagógicos sobre la guerra, la violencia y la resistencia. Solo así
se puede evitar la reproducción de narrativas oficiales que invisibilizan a
ciertas víctimas y se puede abrir un espacio para la reflexión crítica sobre lo
acontecido.
Mientras Habermas y Arendt
abordan la verdad desde la esfera de la comunicación y la política, el filósofo
Paul Ricoeur explora la relación entre memoria e identidad, destacando el
carácter narrativo y subjetivo de la memoria (Ricoeur, 2000). Según Ricoeur,
recordar no es un acto de reproducción pasiva del pasado, sino un proceso de
reconfiguración en el cual el individuo articula relatos que dan sentido a su
experiencia. Esta narrativa no pertenece únicamente al sujeto; es
simultáneamente individual y colectiva, ya que se alimenta de las huellas
compartidas y de los relatos circulantes. Para los docentes en entornos
rurales, esta perspectiva invita a comprender que las memorias de la guerra y
la violencia aparecen como relatos múltiples, contradictorios y a menudo
incompletos. La tarea pedagógica consiste en ofrecer herramientas para
reconocer esas pluralidades, cuestionar los silencios y construir, junto con
los estudiantes, interpretaciones críticas que respeten la diversidad de
experiencias.
Elizabeth Jelin, por su parte, aborda la memoria como un campo de
disputa en el cual se enfrentan presencias y silencios, y donde el poder define
qué voces se recuerdan y cuáles se olvidan (Jelin,
2002). Sus estudios sobre las memorias latinoamericanas evidencian que los
relatos sobre la violencia no son neutrales, sino que reflejan relaciones de
dominación. La memoria colectiva es producida en un campo de fuerzas donde los
actores sociales compiten por imponer su versión de la historia. Esto tiene
profundas implicaciones para la escuela en zonas de conflicto, pues obliga a
los maestros a reconocer los mecanismos de exclusión que operan en la
construcción de la memoria oficial, a cuestionar los discursos hegemónicos y a
abrir espacio para narrativas subalternas. Esta mirada crítica permite entender
que la memoria no es un depósito estático de hechos, sino un terreno vivo que
debe ser trabajado y resignificado constantemente.
La articulación de estas
cuatro perspectivas —Habermas, Arendt, Ricoeur y Jelin—
ofrece un marco teórico robusto para abordar la verdad en el aula. Habermas
enfatiza el consenso deliberativo como fuente de verdad pública; Arendt subraya
la necesidad de salvaguardar la verdad factual para sostener la política;
Ricoeur invita a ver la memoria como una narrativa que construye identidad; y Jelin revela las disputas y silencios que atraviesan la
memoria social. Juntas, estas visiones ponen de relieve la complejidad de
hablar de la verdad en sociedades atravesadas por la violencia. En el contexto
colombiano, donde coexisten relatos opuestos sobre el conflicto armado, la
educación debe encontrar un equilibrio entre enseñar hechos, promover el
diálogo y reconocer la pluralidad de memorias. Solo así se podrán desafiar las
lógicas de negacionismo y revictimización que persisten en algunos sectores.
La teoría de la acción
comunicativa de Habermas también introduce la idea de que la racionalidad
comunicativa se fundamenta en la pretensión de validez de los hablantes y que
los argumentos se someten a condiciones ideales de habla. En un contexto educativo,
esto implica que la búsqueda de la verdad requiere un clima en el cual todos
los estudiantes puedan expresar sus perspectivas, cuestionar las afirmaciones
de otros y justificarlas con razones. Habermas distingue entre el mundo de la
vida, donde las normas se sedimentan a través de la tradición, y los sistemas,
regidos por mecanismos de poder y dinero. La educación rural se mueve entre
estos ámbitos: los docentes deben negociar las normas comunitarias arraigadas y
los imperativos del sistema educativo estatal. La comprensión de la verdad como
una construcción intersubjetiva favorece que los maestros superen visiones
dogmáticas y promuevan el debate racional como herramienta de emancipación.
La Comisión para el
Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), creada
como parte del Acuerdo Final de Paz de 2016, constituye un referente para el
trabajo educativo con la verdad. La CEV ha recopilado miles de testimonios y ha
generado insumos pedagógicos que muestran la pluralidad de voces del conflicto
(Comisión de la Verdad, 2022). Para los docentes, estos materiales representan
una oportunidad para acceder a relatos contrastados y narrativas diversas. Sin
embargo, la tarea no se limita a reproducir un informe; deben contextualizar
esos hallazgos y facilitar debates en los que los estudiantes se reconozcan
como sujetos de la historia. Asimismo, las escuelas pueden colaborar con
iniciativas de memoria local, como museos comunitarios, archivos familiares o
procesos de dignificación de víctimas. De esta manera, el aula se convierte en
un espacio donde la verdad se construye colectivamente a partir de múltiples
escalas.
Al hablar de la verdad en
las aulas, no podemos ignorar la dimensión política de la educación en
territorios rurales. La asignación de la verdad es inseparable de las
relaciones de poder que operan en las comunidades. Algunas autoridades locales
pueden presionar para que se mantengan ciertas narrativas, mientras que actores
armados en proceso de reincorporación buscan legitimarse contando su versión de
los hechos. Los docentes deben navegar estas tensiones con prudencia y
valentía. La formación en derechos humanos, pedagogía crítica y protección de
líderes sociales es fundamental para que puedan identificar riesgos, negociar
con actores externos y salvaguardar la neutralidad pedagógica. Esta neutralidad
no implica indiferencia; por el contrario, se trata de ofrecer un espacio
seguro en el cual se problematizan todas las versiones y se propicia una
reflexión ética.
En cuanto a las
oportunidades metodológicas, la enseñanza de la verdad y la memoria puede
articularse de manera transversal en el currículo. La historia y las ciencias
sociales son disciplinas clave, pero también lo son la literatura, la educación
artística y las ciencias naturales. Por ejemplo, se pueden realizar proyectos
de investigación escolar en los que los estudiantes elaboren genealogías
familiares, reconstruyan líneas de tiempo de los acontecimientos locales,
produzcan obras de teatro basadas en testimonios o diseñen mapas cartográficos
que marquen sitios de memoria. Estas actividades fomentan el trabajo en equipo,
el pensamiento crítico y la creatividad, al tiempo que permiten explorar la
relación entre el pasado y el presente. Del mismo modo, los docentes pueden
trabajar con fuentes primarias, archivos y testimonios como textos pedagógicos
que se analizan con rigurosidad, evitando la mistificación de la violencia.
En este marco, la pedagogía
crítica de Paulo Freire y las epistemologías decoloniales ofrecen herramientas
poderosas para problematizar la verdad. Freire propuso una educación dialógica
en la que la reflexión y la acción se integran en una praxis transformadora; su
noción de concientización invita a los estudiantes a comprender las estructuras
de opresión y a actuar para cambiarlas. En zonas rurales, esta praxis se
traduce en valorar los saberes locales y cuestionar las narrativas que
justifican la explotación de la tierra y el despojo. Por su parte, las
epistemologías decoloniales, desarrolladas por pensadores latinoamericanos,
desafían el eurocentrismo que subyace a muchas concepciones de verdad y abogan
por el reconocimiento de la pluralidad de conocimientos. Incorporar estas
perspectivas implica que los docentes promuevan lecturas críticas de la
historia nacional, reconozcan la influencia de la colonización y validen las
formas de saber ancestrales.
Otra dimensión crucial es
la participación activa de los estudiantes en la construcción de la verdad y la
memoria. El enfoque de aprendizaje basado en proyectos puede ser sumamente
efectivo. Al investigar un tema específico relacionado con la violencia en su
comunidad, los estudiantes no solo adquieren conocimientos, sino que
desarrollan habilidades de investigación, empatía y conciencia cívica. Un
proyecto puede consistir en entrevistar a mayores de la comunidad para
registrar sus memorias, analizar los documentos de la comisión de la verdad y
construir un archivo escolar con fotografías, dibujos y relatos. Estas
experiencias fortalecen el sentido de pertenencia y permiten a los jóvenes
reconocerse como agentes de cambio. Asimismo, la colaboración con organizaciones
de víctimas, colectivos artísticos y universidades puede enriquecer estos
procesos.
Es fundamental que las
escuelas rurales cuenten con el apoyo institucional necesario para llevar a
cabo estos proyectos. La Secretaría de Educación, en articulación con los entes
territoriales y las organizaciones de sociedad civil, debe diseñar políticas
que garanticen seguridad, formación docente y recursos pedagógicos. La
implementación de la cátedra de la paz y la obligatoriedad de la educación en
derechos humanos son avances importantes, pero se requiere continuidad y
coherencia. Asimismo, es necesario que el Estado garantice la protección de los
maestros y de las comunidades que deciden hablar sobre la violencia. La
precariedad laboral y la estigmatización de los docentes pueden obstaculizar su
labor; por ello, se necesita un compromiso institucional para salvaguardar su
ejercicio profesional.
Otro desafío es la falta de
infraestructuras físicas y tecnológicas en las escuelas rurales. La enseñanza
de la verdad y la memoria puede requerir acceso a documentos digitales,
conexión a internet para consultar testimonios y participar en actividades de
formación, y espacios adecuados para exhibiciones o presentaciones. En muchas
regiones, las escuelas carecen de electricidad o funcionan en condiciones
precarias. Esta realidad obliga a buscar soluciones creativas, como trabajar
con materiales impresos, realizar visitas comunitarias y utilizar la radio
escolar como medio de difusión. Además, la formación docente debe incluir
estrategias para adaptarse a estos contextos y sacar provecho de las
herramientas disponibles.
El rol del docente como
investigador-educador es otra clave para abordar la verdad en las aulas. Más
allá de impartir conocimientos, el maestro puede convertirse en un generador de
conocimiento local. Al documentar las historias de su comunidad, establecer
alianzas con universidades y participar en redes de investigación, puede
aportar a la construcción de memoria colectiva. Esta perspectiva reconoce al
docente como sujeto que también aprende y se transforma en el proceso. Sin
embargo, asumir este rol exige tiempo, formación y reconocimiento, por lo que
las políticas educativas deberían reconocer la investigación escolar como parte
de la labor docente y destinar recursos para su desarrollo.
Los docentes también deben
tener presentes los retos éticos de exponer verdades dolorosas. Exponer
historias de violencia puede generar retraumatización,
revictimización y polarización. Por ello, se recomienda adoptar principios de
justicia restaurativa y enfoques de cuidado. Las aulas deben ser espacios de
escucha respetuosa donde se evite la revictimización y se promueva la dignidad
de las víctimas. Asimismo, se debe resguardar la confidencialidad cuando así lo
soliciten los testimonios y evitar el sensacionalismo. A nivel escolar, los
códigos de convivencia y los protocolos de protección de la infancia deben
incluir criterios para tratar temas sensibles, garantizando el bienestar
emocional de los estudiantes.
La verdad en las aulas no
es una meta estática; es un proceso continuo que evoluciona con el tiempo y las
transformaciones sociales. A medida que nuevos hechos salen a la luz y que las
comunidades resignifican su pasado, la enseñanza debe adaptarse. Por ejemplo,
la eventual apertura de archivos estatales o el reconocimiento de nuevas
categorías de víctimas puede modificar la narrativa dominante. La revisión
crítica de los contenidos escolares debe ser permanente, y los docentes deben
estar abiertos a actualizar sus prácticas. Esto implica también la disposición
de confrontar sus propias perspectivas y reconocer que, como cualquier
ciudadano, están situados en una historia específica.
En última instancia, la
articulación entre verdad, memoria y proyección histórica hacia el porvenir
constituye un eje axial en la configuración de una cultura política orientada a
la paz. Este vínculo no puede reducirse a una mirada retrospectiva ni a la mera
conmemoración del sufrimiento colectivo, sino que exige interrogar críticamente
los horizontes de posibilidad que emergen a partir de la comprensión
estructural de la violencia. En los contextos rurales —donde históricamente han
confluido el abandono institucional, el despojo territorial y la exclusión
sistemática— las aspiraciones de las nuevas generaciones no se limitan a la
reparación simbólica, sino que demandan condiciones concretas de vida digna:
acceso efectivo a la tierra, educación con pertinencia sociocultural y
participación activa en la deliberación democrática local. En tal sentido, toda
pedagogía de la verdad que aspire a incidir en la realidad debe estar orientada
hacia la justicia social y a la transformación de las causas profundas que dieron
lugar a las violencias acumuladas. De lo contrario, la enseñanza corre el
riesgo de devenir en una catarsis ritualizada, desprovista de capacidad
transformadora y desconectada de los procesos emancipatorios que deberían
sustentarla.
Desde esta perspectiva, la
enseñanza de la verdad en las aulas rurales atravesadas por la conflictividad
exige una comprensión compleja, situada y crítica tanto del concepto de verdad
como de las dinámicas que configuran la memoria colectiva. A partir del
andamiaje teórico provisto por Habermas (1987), Arendt (1993), Ricoeur (2000) y
Jelin (2002), se devela que la verdad no constituye
un reservorio inmutable de hechos ni una imposición vertical del saber
autorizado; por el contrario, se gesta en el intersticio del diálogo
intersubjetivo, se sustenta en la verificabilidad empírica, se entrelaza con
las narrativas identitarias y se disputa permanentemente en escenarios de
poder.
En este entramado, los
docentes rurales desempeñan un papel estratégico como mediadores críticos entre
los saberes de la comunidad y los dispositivos institucionales del sistema
educativo. Su tarea no se agota en la transmisión de contenidos, sino que implica
la creación de condiciones para que los estudiantes reconfiguren sus memorias,
interpelen los discursos hegemónicos y resignifiquen sus experiencias a partir
del reconocimiento de su agencia política.
A pesar de las múltiples
tensiones y limitaciones que enfrentan, las oportunidades pedagógicas son
sustantivas: las aulas pueden devenir espacios de elaboración simbólica del
dolor, de restitución de la dignidad y de reconstrucción del tejido social. Abordar
la verdad como un bien público no solo implica fortalecer las capacidades
deliberativas de los sujetos y profundizar el horizonte democrático; supone,
además, habilitar rutas colectivas para que las generaciones venideras ejerzan
su derecho a la memoria, participen en la creación de sentidos compartidos y
contribuyan activamente a la edificación de una paz con justicia epistémica,
territorial y social. Solo desde esta clave, la verdad puede trascender su
función testimonial y convertirse en praxis emancipadora.
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